Las ostras son tal vez los moluscos cuyas facultades parecen más limitadas. La Naturaleza, al hacerlas casi inmóviles en su punto de residencia, al aprisionarlas perpetuamente en su concha, y al negarle sexos separados, no podía otorgarles muchas necesidades ni muchos deseos variados ni ardientes; ha hecho de ellas unos animales casi apáticos, que viven y digieren en una beatífica tranquilidad rayana en la indiferencia. Sin embargo, como son esencialmente sociales y por lo común constituyen grandes aglomeraciones, no sería imposible que, a pesar de su escasa inteligencia, hubiera en ellas simpatías y repulsiones… no nos atrevemos a añadir que rivalidades y envidias.
LOS MISTERIOS DEL MAR.
Obra de divulgación científica compilada por Manuel Aranda y Sanjuán.
Montaner y Simón Editores, Barcelona, 1891.
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Todo puede fallar. Los hombres y las mujeres, sus órganos o su memoria, su lengua, sus actos. Pueden fallar los animales y sus sentidos, las máquinas y su repetición, las teorías sobre galaxias o planetas, las fuerzas, los sistemas, el antivirus, la puntería de los delanteros, la corazonada de los apostadores, el electricista que promete venir y nunca viene. Pueden fallar los cálculos más simples, los tratamientos indicados, los últimos intentos, los planes infalibles: todo puede fallar si antes se ha generado alguna clase de expectativa, como por ejemplo la módica expectativa que generan los pronósticos para este viernes en Córdoba cuando indican tiempo frío, cielo nublado, vientos fuertes del sudeste y gran probabilidad de lluvias. Hablan de una tormenta de esas que enseguida transforman la ciudad en un caos. ¿Se equivocan? Es viernes y muchos se hacen esa pregunta antes de salir de sus casas, aunque sin demasiada emoción: escuchar la profecía cotidiana del informe meteorológico es una costumbre tan arraigada como preguntarse si otra vez fallará su modesto intento de hacer pasar lo probable por seguro (hoy va a llover). Más allá de tomar algunos recaudos —ponerse un impermeable, llevar un paraguas—, en la ciudad cada uno sigue con su vida como siempre: manteniendo algunos hábitos para garantizar la propia identidad e inaugurando otros para no dejarse aplastar por la implacable rueda del tiempo. Mantenimiento y permanencia. Cambio y mudanza. Expectativas: hoy va a llover. Hoy no va a llover. Hoy todo puede fallar. Hoy va a fallar. Hoy puede lloverse todo (puede lloverse la vida). Hoy va a, hoy no va a: en el fondo nadie sabe lo que va a pasar una vez que se largue, si es que se larga. Hacia adelante, las cosas se saben sólo hasta cierto punto. Todo pronóstico tiene un límite. Llueva o no llueva, el futuro es siempre niebla.
Ocho horas antes de que la primera gota toque el suelo, en un flamante barrio cerrado de la zona norte, Jorge Berna camina casi sin ropa por el parque que se extiende junto a un despojado prisma de arquitectura contemporánea. Todavía no tiene vecinos: Berna es el primero de los propietarios en terminar de construir su casa en ese suburbio exclusivo al que un grupo de desganados publicistas bautizó Los Manantiales. Después de desafiar el frío con un ejercicio que espera convertir en costumbre, Berna se ducha, se viste, desayuna en soledad y sale manejando su Rover hacia la casa central de la empresa que preside. Una vez ahí, hace sus llamadas telefónicas habituales y medita la respuesta que se ha comprometido a darle a Raimondi en los próximos días.
Siete horas antes de la lluvia, Franco Battaglia —el Gringo Battaglia, y a veces también el Gordo Battaglia, aunque ya no tanto— ve cómo Alejandro le da un beso en la mejilla a Rita y trepa al transporte escolar. De él, en cambio, el chico no se despide, y ésa es la primera molestia del día. La segunda es una notificación que Franco recibe en sus propias manos justo al salir de su casa, y que decide no mostrarle a Rita, a quien él también besa, pero en la boca, cuando termina su té con leche descremada. Franco sale en su Renault Clio de industria argentina y conduce desde Tablada Park —adonde se acaban de mudar los tres— hasta su trabajo en una agencia de viajes de la calle Rivadavia.
Seis horas antes de que las calles de la ciudad se inunden, Alberto Ishikawa abre los ojos y se encuentra otra vez viejo y solo en una cama doble, bajo el techo agrietado del departamentito en el que vive desde hace treinta años. Se levanta despacio, como si fuera a romperse. Antes de pasar al baño, pone la pava para el mate. Alberto —que en japonés se llama Minoru— no tiene auto ni intenciones de salir a ninguna parte: desde anoche tiene miedo de que tras la puerta lo esté esperando la locura.
Tres horas antes de que el temporal alcance su máxima intensidad, un auto amarillo toma por una avenida ancha, abandona el tráfico del centro, cruza un puente y se aleja hacia barrio General Bustos. Apenas pasa las vías del tren, se detiene ante una seña de Perla Fisherman, una estudiante de Medicina que, urgida por la amenaza de las nubes, ha decidido parar ese taxi y volver en él desde el depósito —donde ella y su madre discutieron y lloraron— al monoambiente que alquila en Alto Alberdi desde hace dos días. Su hermano menor aprovecha el viaje y la acompaña durante una parte del camino.
Dos horas, una hora, cero horas: llueve.
Hasta aquí llegan todos los pronósticos.
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