En las noches del pueblo, de tanto en tanto el locutor de radio
recitaba “La vuelta al hogar” del entrerriano Andrade, donde un hombre vencido
regresa al lugar de su infancia y encuentra que “todo está como era entonces/
la casa, la calle, el río”… Pero a diferencia de aquél poema, aquí no hay una
vuelta definitiva ni pasado idílico, sino un perpetuo ir y venir, de la ciudad
al pueblo, del presente al pasado donde todo sigue ocurriendo. Aquí, los techos altos de la ciudad son pretexto para
recordar la changa del arreglo del techo de chapa, o el
foso del ascensor es tumba o pozo de donde suben y bajan memorias que la
conversación convoca. Entonces el oído se
recuesta allá, en el decir de los
“parvazos” de voces que “pispean” la pelea interminable de los albañiles,
o se detiene en el coral de vecinos que vocean bordeando la noche indecible en
que la madre “yace muriéndose” (Viel).
Después de haber viajado y
aprendido como en Pavese, en el poema se regresa para tomar partido por
destinos simples e ir más allá del linde de calles sin nombres. Y siempre estará el halo o ronda del mate donde las presencias
silenciosas que saben, sostienen, amorosas, al que aprende, ceremonia a la que vienen
amigos muertos a acomodarnos los versos para luego desaparecer. Y entre sorbos
amargos y pausas de soledad, entramos a la corriente del poema, en la zona
dulce de las pérdidas, “en la parte de
adentro del tiempo”.
César Rojas
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